El Campeonato del Mundo ha tenido el mejor ganador posible, un ciclista que honrará como nadie el maillot arcoiris en las carreras de un día más prestigiosas del calendario. Tom Boonen (Mol, 1980), más grande que nadie (1,92 metros, 80 kilos), fuerte como ninguno, ganó demostrando aquello que viene diciendo desde hace tiempo; ser más que un simple esprinter.
En el circuito madrileño era imprescindible contar con más de una virtud, y combinar todas ellas en su justa medida, como ocurre en casi todas las grandes carreras. Y la de ayer lo era. No era suficiente con ser un consagrado esprinter, ni aún contando con la ayuda de toda una selección. Tampoco, aquellos que pretendían evitar el esprint con una escapada lo tenían fácil, pues el recorrido no ofrecía muchas dificultades. Ambas virtudes necesitaban imperiosamente estar acompañadas de una correcta lectura de la carrera, algo que sólo Boonen supo realizar. Valverde y, sobre todo, Bettini, se empacharon en ataques que no conducían a ninguna parte. El murciano, primero se precipitó al atacar de lejos, y luego se fió en exceso de Petacchi, hecho que le costó un esfuerzo tremendo para alcanzar a los escapados. Bettini, seguramente el más fuerte del pelotón, se cebó de egoísmo. Si, con la excusa de tener a Petacchi, el gran favorito, en el pelotón hubiera corrido con más prudencia, seguramente, hubiera llegado en condiciones de disputar el esprint a cualquiera.
Al menos otras dos conclusiones más pueden extraerse del Campeonato. Uno, que la selección italiana sigue afectada por un mal de difícil solución. Año tras año cuentan con un amplísimo abanico de posibilidades, pero jamás aciertan con la estrategia que les garantice el título (uno sólo desde 1992). Y segundo, disputar y finalizar una gran vuelta para preparar una carrera que se disputa a los siete días es un grave error. El cansancio (reconocido por ellos mismos) de Alessandro Petacchi y Erik Zabel, dos de los grandes favoritos, no deja lugar a dudas.
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