Damiano Cunego, el ganador de la segunda etapa de la Vuelta Romandía, no es el que era. Ni lo será nunca. Y seguramente ni lo quiere ser. Ganó el Giro de Italia 2004 de una forma apabullante. Cuatro etapas y un dominio absoluto. De la noche a la mañana conoció lo que creía ser la gloria. No sabía lo que vendría después. Sólo tenía 22 años. Comenzaron a compararlo con Giussepe Saronni. De repente se convirtió en Dios. Cayó sobre sus espaldas el futuro ciclista de Italia. Fue un peso excesivo. Lo dijo su madre, tras el Giro que ganó: “no quiero un invierno como éste para mi hijo”.
Las cosas, su mundo, comenzó a girar a una velocidad que no podía asimilar. Pasó de ser el primero en la carrera rosa en 2004 al puesto 18ª un año más tarde. Probó con el Tour de Francia, carrera que le queda grande, pero no tuvo éxito. Ni en la general ni en las etapas. Su carrera perdió el norte y no sabía a que jugar: a las vueltas grandes o las clásicas. Hizo todo y no hizo nada. Seguía disputando la general del Giro más por obligación que por decisión propia. Pero lo suyo son las clásicas, las tres victorias en el Giro de Lomardía y la Amstel Gold Race así lo indican. Ahora, él también. Ha declarado que lo deja, que lo del Giro de Italia se ha acabado y que quiere dedicarse casi en exclusiva a las pruebas de un día y las etapas.
En las Ardenas no ha estado fino (fuera del top-10) pero hoy ha demostrado que en recorridos sinuosos y pese a rivales de entidad (2º Evans, 3ª Vinokourov) no se le ha olvidado ganar.
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