Philippe Gilbert es un corredor excesivamente impulsivo. Ahí radica su espectacularidad, pero a la vez su debilidad. Cualquier otro corredor con sus mismas dotes pero con una pizca más de picardía y experiencia habría obtenido mejores resultados. No tan espectaculares, pero seguramente más.
El belga de 26 años siempre ha levantado muchas expectativas. En una encuesta que se realizó hace un par de años la mayoría de excorredores, directores o periodistas especializados en ciclismo dieron su nombre como el hombre del futuro en las clásicas. No le ha ido mal. Ya ha ganado dos Het Volk y una Paris-Tours entre otras carreras, pero no ha cumplido con lo que se esperaba. Y todo debido a su continuo estado de éxtasis, que le hace cometer muchos errores.
Uno de los ejemplos más claros ocurrió en la Liege-Bastogne-Liege de este año. Arrancó del pelotón como si fueran a quedar cinco kilómetros para la meta. Pero quedaban más de 25. Se fue en solitario, pero cuando rodaba en cabeza fue cazado por Andy Schleck y no pudo darle más que un par de relevos antes de quedarse desfondado. Fue un claro ejemplo de falta cálculo, como otras tantas veces.
Pero cuando acierta, sus victorias se convierten en formidables, inolvidables. Como la de ayer en la penúltima etapa del Giro de Italia. Su fogosidad es tan espectacular que atrapa las retinas de todos los aficionados, que boquiabiertos disfrutan de cosas que, a veces, parecen imposibles.
Efectivamente eso también es lo bonito del ciclismo. Hay gente tan calculadora que sabe que no va a llegar, con lo que no se mueve y eso deriva en una falta de espectáculo.
En este caso, cuando salta siempre queda la duda del resultado final, que puede ser dispar y ello hace más atractivo el ciclismo.
No estaría mal que hubiera muchos más ciclistas que tuvieran un comportamiento similar. Se lo agradeceríamos.