No tengo palabras para definir lo que ha hecho Mathieu Van der Poel en la Amstedl Gold Race. Mucho menos para precisar los sentimientos que me ha producido. Espero que os haya pasado algo similar. Nunca había vivido algo semejante, no recuerdo nada comparable. Decir que me ha emocionado no es suficiente. Se queda corto. Tampoco estaba atónito, porque era muy consciente que lo que estaba viendo y, sobre todo, que lo que se veía venir al entrar en el último kilómetro, era algo grandioso, inaudito e histórico.
En las pocas semanas que lleva disputando las carreras más prestigiosas Van der Poel ha resucitado para su país la ilusión por las clásicas, ha provocado un enorme sentimiento de orgullo para su padre, Adrie ( ganador esa carrera hace 30 años), y le ha dado años de vida a su abuelo, Raymond Poulidor, que desde principios de la semana pasada, día 15, cuenta con 83 años.
Pero cualquier intento de explicar el alcance de su victoria será insuficiente ante la magnitud del logro, porque no solo se puede juzgar desde un punto de vista deportivo, humano, estadístico, o táctico. En mi opinión además de englobar todos y cada uno de ellos, sobrepasa esos límites y se sitúa en una especie de reivindicación, un golpe al sistema, y por ello merece un monumento. Se ha reído de todos y de todo.
Antes de nada hay que volver a remarcar que por mucha presión que tuviera encima Mathieu Van der Poel ha salido, como siempre, a jugar en una carrera que los holandeses llevaban 18 años sin ganar (Erik Dekker, 2001). Ni el peso de la historia es capaz de arrebatarle su esencia, la valentía. Van der Poel ha arrancado en un repecho a falta de 43 kilómetros, rompiendo la monotonía que estaban imponiendo los Astana torturando al pelotón y el espectáculo. Le han dejado ir, y aunque parecía un favor ahí ha comenzado la carrera contra él, sobre todo por parte del Deceuninck y el Astana. Solo Gorka Izagirre (Astana) ha seguido su rueda pero con la orden clara de hacerlo frenar. Nada de relevos. El pelotón lo ha tenido siempre a la vista. Al holandés ya se le ha pasado la gracia, no se le puede permitir ninguna licencia, es demasiado peligroso, va contra el sistema y eso siempre acarrea problemas.
En las faldas del siguiente repecho, aún con el pulso elevado, las piernas doloridas, la energía malgastada, y las dudas por la estrategia pero sin decir la última palabra, el Deceuninck ha puesto en marcha la segunda parte de su táctica para derribar al bravo holandés. Ataque de Alaphilippe. Crisis para Mathieu. En cuanto Fuglsang (Astana) ha contactado con el francés el dúo se ha ido. La carrera también.
Desde allí hasta la meta ha atacado todo el mundo. Todos menos Mathieu, que estaba sufriendo las consecuencias de su primer ataque y el cuerpo le pedía algo de calma para recuperarse. Nadie que no fuera él lo hubiera logrado porque en carreras tan largas y tan duras, solo existe un cartucho y si lo malgastas caes al vacío. Pero, de repente, ha obrado el milagro. Con casi un minuto de ventaja el duo de cabeza se ha puesto a discutir, a atacarse y no relevar. Mathieu, por el contrario, ha comenzado a exprimir con determinación su última gota de energía, que por lo que se ha visto da para mucho. Sin temor a nada ni a nadie ha ido recogiendo a todos los corredores que estaban entre medias: Mollema y Simon Clarke, primero; Trentin y Schachmann algo más tarde, y en la larga recta de meta, con un vagón de corredores a su rueda, ha pasado como un obús a Fuglsang, Alaphilippe y Kwiatkowski, que acaba de enlazar con la cabeza.
Lo de Mathieu Van der Poel ha sido magistral, todo lo contrario que se puede decir por Alaphiliipe y Fuglsang que han dilapidado una diferencia de casi un minuto en los dos últimos kilómetros. Pero es que saber aprovechar los errores del contrario también es una virtud. Y Mathieu los tiene todos, se ha convertido en la quintaesencia del ciclismo.
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