En el trabajo, en el supermercado, en la gasolinera, entre el grupo de amigos, cualquiera que haya seguido mínimamente la Vuelta a España remarca un hombre por encima de todos, incluso por encima de Roglic, el ganador: Tadej Pogacar.
No debería sorprendernos, porque no es nada habitual que un ciclista de tan solo 20 años, se imponga en tres de las etapas más duras de una carrera de tres semanas y que gracias a ello y, exclusivamente a su propio rendimiento, se alce hasta el tercer puesto del podium. Los aficionados, y la gente en general, se han asombrado tanto o más que cuando vieron ganar a Mathieu Van der Poel la Amstel Gold Race, a Wout Van Aert la crono de la Dauphiné, a Egan Bernal el Tour de Francia o la clásica San Sebastián a Remco Evenepoel, auténticos prodigios que han revolucionado el ciclismo en la actual temporada.
Siendo todos ellos extraordinariamente jóvenes, todo el mundo ha comenzado a hacer cábalas de una forma peligrosamente simple: si con 20-22 o 23-24 años son capaces de rendir a semejante nivel, qué no serán capaces cuando lleguen a su plena madurez, algo que nunca es fácil de predecir. Aunque la teoría dice que deberían mejorar, y seguro que lo harán, no vendría mal una mirada relajada para rebajar tanta euforia. Primero, porque no será fácil que su capacidad física suba muchos enteros, simplemente por lo alto que están de partida. Si más o menos el techo del rendimiento humano de forma natural se sitúa en torno a los 6,2 w/kg para una hora, y ellos ya están ofreciendo esos datos en sus triunfos, cuánto más pueden mejorar esa condición? Seguro que con la experiencia, una forma de correr más relajada o protegida, y en general más conocimiento, su rendimiento total puede mejorar, pero en contrapartida la presión a la que someterán tanto sus equipos, los aficionados, los medios de comunicación y en general todo su entorno, supondrá una oposición desconocida hasta el momento y nunca fácil de superar. La exposición a la que se verán sometidos por tantas expectativas, puede hacer estragos si no se acierta a gestionarlo de forma correcta. No hay más que mirar al pasado, reciento o lejano, para darse cuenta de ello.
Nairo Quintana fue segundo en el Tour de Francia con 23 y 24 años. Nunca ha podido mejorar esos puestos logrados en sus primeros años en el World Tour, y ahora lucha, a duras penas, por entrar entre los 10 primeros. Roman Kreutziger, ganó la Vuelta a Suiza y el Tour de Romandía con 22 años, y ahora tan siquiera lo mencionan entre las quinielas de favoritos. Andy Schleck fue segundo en su primera gran vuelta, el Giro. Aún no había cumplido los 22 años, pero se retiró a los 29 sin haber ganado una gran carrera en la carretera (oficialmente ganó el Tour de Francia de 2010 por descalificación de Contador) y superado por la presión a la que le sometían para ello. Damiano Cunego, ganó el Giro de Italia con 22 años. Nunca más subió al cajón de ninguna vuelta grande. Yaroslav Popovych, de quien dijeron que era el Merckx del Este, se clasificó en tercera posición en el Giro con 23 años, al poco su rendimiento solo ofrecía garantías para ser un buen gregario. Jan Ullrich, parecía destinado a coger el relevo de Indurain, cuando en 1997, con tan solo 23 años ganó el Tour de Francia, habiendo sido segundo un año antes. Nunca estuvo al mismo nivel. Los mejores años de Laurent Fignon, fueron 1983 y 1984 cuando con 22-23 años ganó dos Tours de forma consecutiva. A partir de ese momento su carrera se convirtió en una montaña rusa que jamás alcanzó las alturas prometidas.
La llegada en masa de todos esos prodigios citados al principio ha sido, sin duda, la gran noticia de la temporada y ha atraído a muchos aficionados que expectantes esperan un futuro, a todas luces, prometedor. Pero siempre hay que tener presente que las cuentas de la lechera casi nunca se cumplen en el ciclismo y que sus resultados estarán sujetos y condicionados a muchos factores que aparecerán de forma inesperada. Lo más difícil comienza ahora, la confirmación de todo lo grande que han hecho esta temporada.
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