Lejos aún las primeras carreras importantes, los ciclistas se encuentran inmersos en la construcción de sus, de momento, éxitos imaginarios, seguramente la faceta más desconocida para la gran mayoría de los aficionados, una época de suma importancia en la que se construye la base que se asienta el rendimiento posterior. Los entrenadores se afanan en elaborar un plan concienzudo de entrenamiento que persigue mejorar todas las vertientes del ciclista, haciendo hincapié en las virtudes e intentado solucionar las deficiencias. Los ciclistas, por su parte, se entregan por completo en la tarea, soñando siempre, que el esfuerzo traerá consigo el premio merecido a tanto sacrificio. Es un tiempo, que además, exige la coordinación perfecta entre el ciclista, su entrenador y la dirección del equipo, tanto para establecer los objetivos como el camino o el calendario a seguir para su consecución. Así, hemos visto como estos pasados días los equipos ya han dado a conocer sus fechas y lugares de concentración en altitud y el calendario a cubrir por su estrellas.
Con los objetivos siempre presentes, los ciclistas se sumergen en un hábito que casi no sufre variación alguna, una monotonía de la que apenas son conscientes, tan ensimismados e ilusionados están en el trabajo por la consecución de sus sueños. Cada mañana, tras la rutina de medir el pulso, cuidar el peso y, seguramente, examinar el nivel de recuperación a través de la multitud de aplicaciones que existen en el mercado, y tras un desayuno copioso, o no tanto, dependiendo del entrenamiento al que haya que hacer frente, salen a la carretera dispuestos a desafiar a todo aquello que se les ponga delante. Es probable que la salida sea larga para trabajar el fondo o la resistencia, algo para lo que por norma general se apoyarán en la grupetta, que ameniza mucho las horas sobre el sillín. Si tocan series, conviene hacerlo en solitario dado que las intensidades, los tiempos, las distancias y las recuperaciones son muy particulares en cada caso. Son, particularmente éstos, días en los que uno se aplica tal nivel de tortura que la gente con oficios normales no alcanzaría a entender. Pero el ciclista está dispuesto a sufrir hasta la extenuación si eso le permite acercarse un poquito más al éxito. Analizará la potencia desarrollada en cada serie, el máximo de pulsaciones alcanzado en las mismas, la rapidez con la que le baja el pulso en los tramos de recuperación, la cadencia que ha sido capaz de aguantar, examinará el nivel de su jadeo y el dolor de piernas, y lo comparará con los tiempos y las sensaciones de otros entrenamientos con esa prodigiosa base de datos que es el cerebro, capaz de guardar al detalle todas las percepciones del cuerpo. Luego, al final del día, tras reponer convenientemente los depósitos de glucógeno vaciados por tanto esfuerzo y haber aportado las proteínas necesarias a los fatigados músculos, estudiará el resultado del entrenamiento en su ordenador antes de transmitírselos a su entrenador con el que hablará de números y sensaciones, que por muy subjetivas que sean, son la referencia más exacta para que el corredor se haga una composición de la situación. Salvo excepciones, y por mucho artilugio que se use hoy en día, diría que el ciclista se fía mucho más de los mensajes que le envía su cuerpo, que de los dígitos exactos de la pantalla que lleva en el manillar o la muñeca. Lo ideal sería que hubiera concordancia entre ambos y fueran complementarios (esa misteriosa situación que solo se da cuando uno se encuentra en plena forma), pero por muy buen dato que ofrezca la pantalla, el ciclista no las tendrá todas consigo si sus sensaciones no so buenas.
Y así, ajenos a los aplausos o el reconocimiento público, lejos de los focos de las carreras, casi en el anonimato, seguirán luchando la mayoría de los integrantes del pelotón para ser los protagonistas de esa imagen en la que se ven brazos en alto, ocultando el sufrimiento que en ocasiones, dudarán si merece la pena.
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