El Giro de Italia no se puede entender desde un punto de vista exclusivamente racional, por eso es especial, porque es más arte que ciencia, más improvisación que planificación y la edición de este año va camino de encumbrarse como el máximo exponente de toda esa idiosincrasia. De lo poco que hemos visto hasta ahora yo sacaría la conclusión de que cualquier cosa puede ocurrir en ésta carrera y eso va a resultar muy divertido, porque nos presentamos ante lo desconocido y la lógica servirá de muy poco para predecir el devenir de la carrera que puede estar, como hasta ahora, llena de sorpresas.
Para empezar nos encontramos ante la tesitura de que los dos principales favoritos para la general están, uno (Thomas) en casa, y el otro (Simon Yates) con pocas opciones de ganar la misma. El galés no tiene un ápice de suerte en esta carrera. Ya en 2017 se cayó en la segunda etapa importante para la general (final en Blockhaus) y tuvo que abandonar, destino que ha sufrido este año en la tercera etapa por una caída provocada por un botellín que golpeó de forma fortuita y no pudo controlar su bicicleta. El final del Etna también dejó otros motivos para quedarse boquiabierto, el desfallecimiento, por ejemplo, de Simon Yates a las primeras de cambio. Es incomprensible que un corredor que quince días antes se haya exhibido en la Tirreno-Adriático y haya realizado una crono muy decente el primer día de la carrera, desfallezca de esa forma en la tercera etapa en su terreno, algo que tampoco se explicaba su propio director, Mathew White. También es inaudito que una escapada formada por corredores relativamente humildes y sin gran palmarés, consigan mantener una ventaja de tres minutos en una subida de 50 minutos como es el Etna. No es fácil encontrar justificación a esas circunstancias pero me lanzaré a la aventura con la seguridad de no llegar a ninguna conclusión clara.
En primera lugar es evidente que el nivel de los líderes, así como el nivel medio del pelotón, del Giro de Italia nada tiene que ver con el del Tour de Francia, y esa diferencia que ha existido siempre, se ha visto incrementada este año tan singular. Basándonos en un sistema de puntuación de los corredores participantes en base a los resultados cosechados en el último año, los corredores del Giro sumarían un total de 772, cuando los del Tour acumulaban más de 1.600. Y eso se nota sobre todo en el momento de ejercer el control en las subidas. En el Tour sobraba fuerza; en el Giro escasea. En cuanto a posibles líderes, de los 10 primeros del ranking solo dos se han presentado en el Giro; de los 20 primeros, cinco. En el Tour de Francia de los 10 primeros estaban seis; también 14 de los 20 primeros. Y eso se notaba en el nivel de los ataques, o en los simulacros de los mismos. Por tanto es lógico que si los protagonistas son totalmente diferentes y de distinto nivel, el desarrollo de la carrera también lo sea.
Por otra parte parece que el problema que ha provocado la Covid-19 con la recuperación aún no ha desaparecido. Vimos que tanto en la Dauphiné como en el Tour de Francia, muy pocos corredores eran capaces de recuperar bien los esfuerzos y mantener un rendimiento equilibrado con el paso de los días. El problema fue atribuido a la pobreza de los entrenamientos de calidad y al escaso calendario. Pensaba yo que con un mes más de entrenamiento y más carreras en el cuerpo, ese contratiempo podía haberse solucionado, pero hemos comprobado que no. Y es posible que se extienda a más corredores, nadie está a salvo.
Ante tanta incertidumbre el Giro se presenta una vez más como una carrera impredecible que estará, a buen seguro, en las antípodas de lo que ha sido el Tour de Francia, una carrera controlada hasta el aburrimiento. La anarquía que se pueda generar por la falta de control, y sin entrar a juzgar su nivel deportivo, puede provocar el caos perfecto para ver una carrera llena de expectativas.
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