El Tour de Francia siempre es un buen escaparate para analizar todo, lo bueno y lo malo. Es allí donde se asocian el mejor nivel deportivo y lo más negativo de un sistema organizativo que sigue anclado en la más absoluta injusticia auspiciada por el poder económico que no quiere ni oír hablar de cambios estructurales para modificar un sistema de reparto económico que desde siempre ha beneficiado al más poderoso, la organización del Tour de Francia. El mismo día en que finalizó la carrera francesa, también lo hizo el Open Championship de Golf disputado en Kent (Inglaterra) pero con una ligera diferencia en la cuestión que nos afecta. El ganador del torneo de golf se llevó ni más ni menos que 1.759.841 euros de los casi diez millones que se repartieron en premios. Pogacar, ganador del Tour, se llevó la ridícula cuantía de 500.000 euros por ganar el evento deportivo más seguido a nivel mundial de los que se disputan cada año, y es que 2.288.450 euros que reparte ASO en total, no dan para mucho más.
Habiendo hecho una mínima crítica a algo que sin duda merece ser tratado con mucha más amplitud y profundidad, vayamos a lo positivo que han sido la mayoría de las cosas. En mi opinión hemos vivido un Tour de Francia exquisito, al margen de las inevitables caídas con unas consecuencias muy negativas para no pocos corredores y algunos de ellos muy importantes como Primoz Roglic o Geraint Thomas. El nivel exhibido por los mejores corredores ha sido tan elevado que ha borrado de un plumazo a todos aquellos que habían sido protagonistas hasta hace bien poco. El extraordinario talento de la generación que ya comanda el ciclismo ha establecido un nuevo orden mundial que solo permite mirar al futuro. Ha sido un absoluto punto de inflexión entre el pasado más reciente y el futuro más próximo.
Cuando Egan Bernal ganó el Tour de Francia en 2019 fue el tercer corredor más joven de la historia en lograrlo, un hecho que minimizó Tadej Pogacar un año más tarde y que con la confirmación de este año se ha convertido en el único corredor de la historia en proclamarse ganador en dos ocasiones sin haber cumplido aún 23 años. Algo inaudito. Si a eso sumamos que Pogacar y Jonas Vingegaard son los dos corredores más jóvenes en el podium del Tour desde 1958, el tema del cambio generacional ya no permite más discusiones. Es un hecho real.
La juventud siempre irradia ilusión, esperanza, aunque Pogacar estuvo a punto de destrozarla camino de Le Grand Bornand. Desde la época de Bernard Hinault no recuerdo semejante exhibición de valentía y fortaleza física. Parecía un corredor de otra dimensión, inalcanzable para el resto de los mortales. Si ya en la crono de Mayenne había asestado un fuerte golpe al resto de favoritos, la ostentación de fuerza que realizó en la primera etapa de los Alpes fue definitivo física y moralmente. Creo que prácticamente todo el mundo se dio por derrotado. Pogacar reafirmó con creces algo que se estaba viendo desde el inicio de la temporada, que su progresión sigue imparable en todos los terrenos: crono, montaña y liderazgo, algo que ha ejecutado este año con mucha personalidad, sin humillaciones pero con una superioridad absoluta.
Nadie ha podido discutir la nueva victoria del joven prodigio, pero el Tour de Francia ha terminado con un resquicio en la ventana de la esperanza gracias a un corredor que ha llegado casi por casualidad pero con argumentos muy sólidos para confiar en él. Se llama Jonas Vingegaard, un ciclista danés de 24 años, muy completo y con una progresión incluso más llamativa que el propio Pogacar (cuando el esloveno ganó el Tour del Porvenir en 2019, Vingegaard se clasificó en un discretísimo puesto 67º). Si analizamos los datos fríamente el danés ha estado en los tiempos del ganador del Tour en las cronos, tan sólo dos segundos en favor del esloveno. Y en los Pirineos llegaron juntos tanto a la meta del Col du Portet como a Luz Ardiden. En la segunda mitad de la carrera han tenido un rendimiento casi idéntico, e incluso Vingegaard fue el encargado de provocar el único momento de crisis que ha sufrido Pogacar en toda la carrera: le hizo reventar (expresión que utilizó el propio ciclista del UAE) en la subida al Mont Ventoux. Por tanto queda claro que la etapa determinante en la victoria de Pogacar fue su ascenso a los cielos en Le Grand Bornand, superando dos durísimos puertos como La Romme y La Colombiere en plato grande. Una salvajada.
Este Tour de Francia también habrá supuesto, digo yo, un punto de inflexión para el Ineos, el equipo que revolucionó el ciclismo hace una década pero que ha visto como su fórmula, que tantos y tan grandes éxitos le ha dado, ha quedado caducada. Solo les ha faltado un eslabón, pero el más importante, un corredor determinante. Su fortaleza estratégica quedó destruída por las caídas, pero creo que no supieron reinvertarse tan bien como lo hicieron en el Giro de Italia de 2020, cuando la retirada repentina (también por caída) de Geraint Thomas, provocó un vuelco en su forma de correr que les concedió siete victorias de etapa y la General final. Pocas cosas del Giro de Italia se pueden trasladar al Tour de Francia, pero creo que Carapaz hubiera podido subir también al tercer puesto del podium sin hipotecar tanto al equipo en el trabajo y control en cabeza del pelotón (Vingegaard lo ha hecho sin que su equipo trabajara como el Ineos, ni como lo hizo su propio equipo el año pasado).
Hay, por lo menos, otros tres corredores que merecen una mención muy especial por todo lo que han aportado a la carrera. El primero de ellos es Mathieu Van der Poel, en mi opinión el corredor con más magia del pelotón. Su victoria de etapa y liderato en el Mur de Bretagne fue sencillamente una obra de arte estratégica ejecutada perfectamente por una piernas descomunales y una imaginación que roza la utopía. Van der Poel es un corredor diferente, anárquico si se quiere, capaz de escribir un guión que sólo él es capaz de interpretarlo. Toda la locura de la primera semana estuvo condicionada por su forma ofensiva de correr, un auténtico lujo para el espectador.
Wout Van Aert no le va a la zaja, son dos estrellas con reflejos diferentes. El belga es más razonable, más frío y cauto, más tradicional, pero con unos recursos que parecen infinitos. Es el único corredor capaz de ganar un esprint masivo (París), una etapa de montaña con el Mont Ventoux de por medio (Malaucene), y una crono (Saint Emilion), algo que solo han sido capaces de hacer Eddy Merckx y Bernard Hinault en el pasado. Por tanto, todo está dicho.
Yo no creía en los milagros hasta la llegada este año de Mark Cavendish. Nadie es capaz de explicar su resurrección de forma razonada. Ahora todo el mundo, sobre todo Patrick Lefevre, se puede apuntar el tanto, pero nadie, absolutamente nadie creía en Cavendish. Llevaba cinco años sin ganar una sola etapa en el Tour de Francia, cuatro con un palmarés paupérrimo (solo dos victorias entre 2017-2020), y todo el 2020 sin un top-10. Y, llega por casualidad (por un affaire entre el equipo y Sam Bennett, el primer esprinter del Deceuninck), y a última hora al Tour, le entra la pregunta existencial de ¡Qué demonios hago yo aquí! nada más iniciar la carrera y la cierra con 4 triunfos parciales, su segundo maillot por puntos y todo un récord de 34 victorias de etapa que comparte con el mítico Eddy Merckx. No busquen razones, vayan a Lourdes y esperen si aparece la virgen.
Con todo lo logrado por el británico en esta edición parece un insulto dudar de su mérito, pero permítanme plantear la incógnita de si hubiera sido o será capaz de ganar cuando Groenewegen, Bennett, Ewan, Ackermann y/o Jakobsen estén a su lado. Seguramente el esprint ha sido la faceta más floja de este Tour, lo único que ha pertenecido a los veteranos. El resto ha estado en manos de corredores insultantemente jóvenes que capitanearán el ciclismo internacional al menos por una década, pero que también corren el riesgo de sufrir una decapitación inminente. Es ley de vida, una ley acelerada por ellos mismos.
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