Cuando todos tus adversarios, de forma unánime, aceptan el resultado y elogian la forma de lograrlo, se acaban todas las discusiones, sin duda ha ganado el mejor, y punto. Y ese hombre, por segundo año consecutivo, casi de la misma forma, ha sido Julian Alaphilippe, un pequeño saltamontes francés que corre continuamente como si estuviera acalambrado y desprende tal cantidad de energía que, en días como ayer, parece infinita.
Es una verdad casi universal que en carreras tan largas, tan justo de reservas, es primordial hacer un uso adecuado de las pocas fuerzas que quedan y hay que escoger con mucha precisión el momento de apostar por una u otra estrategia. Los ataques baldíos se pagan con la derrota, no hay tiempo ni forma de recuperar todo lo que se desparrama durante tantos kilómetros. El corredor que sea capaz de esquivar esa máxima, algo que ocurre de forma muy excepcional, es imbatible. Alaphilippe en Flandes. Si alguien hubiera osado seguirle en su ataque decisivo a falta de 17 kilómetros, hubiera sido igual, lo hubiera intentado en todos y cada uno de los repechos en los que el corazón entraba en taquicardia hasta salirse con la suya, parecía escrito en las estrellas. Estuvo, incluso, más pletórico que el año pasado en Imola. Atacó todas las veces que hizo falta, fue un torrente de energía inagotable que nadie pudo detener.
La razón de ese poderío puede estar en el acierto en su preparación. Hace dos semanas, en el Tour de Gran Bretaña, sucumbió ante un rebosante Wout Van Aert cada vez que le hizo frente, pero lejos de achicarse esperó pacientemente hasta que le llegara la sobrecompensación que le ha dado, seguramente, su victoria más espectacular, algo de tal calibre que hasta la afición belga le reconoció el exquisito ciclismo que desplegó y la festejó como exigía la ocasión.
Seguramente el domingo hubiera sido prácticamente imposible batir a un corredor tan inspirado como el francés, porque cuando el ciclismo llega a esos extremos de dureza es imposible sumar las fuerzas de diferentes corredores y todo se reduce a una disputa directa entre individualidades. No obstante, la selección belga, la que más trabajó por la victoria, no estuvo, en mi opinión muy acertada. Ya dijimos en éste mismo blog que no entendíamos la controversia que se había creado por la participación y por la función a desempeñar de Remco Evenepoel, un ciclista desaprovechado en su selección. De repente, obligaron a un corredor extraordinario a trabajos de contención que bien hubieran podido cumplir con brillantez Yves Lampaert o Victor Campenaerts, y permitir reservarse para tareas mayores al joven prodigio, que estuvo, eso sí, inconmensurable en su nuevo trabajo.
Bélgica, como bien dice en mi opinión todo un Johan Museeuw, jugó como si el único corredor capaz de ganar fuera Wout Van Aert y desperdiciaron todas las estrategias que pasaban por Evenepoel, que está pagando en exceso el flojo rendimiento, o error, si se quiere, que cometió en Tokyo. La presión añadida por las declaraciones de Eddy Merckx, que declaró que si el único líder era Van Aert, Evenepoel no debería asistir a la carrera porque era un corredor egoísta, tampoco ayudaron. Creo esa presión añadida condicionó tanto al seleccionador como a propio corredor, que aunque orgulloso, no es ajeno a esas críticas.
A Wout Van Aert no hay nada que achacarle, no tuvo su día y punto. Se podrán buscar razones, que pueden ser diversas, pero su profesionalidad y su compromiso no admiten dudas. Borrachos de euforia por lo que habían visto en el Tour de Francia y lo que aconteció recientemente en el Tour de Gran Bretaña (cuatro etapas y la General), pensaron que la carrera sería una alfombra roja para que desfilara su corredor más carismático al aplauso de sus adversarios, que Van Aert era un robot programado para ganar en cualquier situación, pero Van Aert, como declaró al poco de finalizar la carrera, solo es un ser humano, y como tal, a veces, no tiene su mejor día.
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