La Amstel Gold Race del domingo fue una exquisitez de carrera por todas las alternativas que presentó en los últimos kilómetros a corredores tan diferentes. Desde livianos como Julien Alaphilippe o Gasparotto, a trotones como Sagan o Valgren pasando, como no, por Alejandro Valverde, el ciclista sin límites. La primera de las tres carreras de las Árdenas ofreció, en mi opinión, unos quilates más que la Roubaix o Flandes porque los equipos tuvieron incluso menos protagonismo que sobre los adoquines. Eso obligó a los líderes a buscarse soluciones individuales apoyándose más en la propia intuición que en los siempre socorridos gregarios, que por cansancio ya no contaban en la fiesta. Se sucedieron infinidad de ataques obligando al cuerpo a esfuerzos descomunales que extraían todos los recursos de hasta los hombres más dotados dejándolos al borde de la extenuación. Fue una delicia para los ojos, provocado en parte por el cambio de recorrido que obligaba a algo más que ser el más fuerte, se requería ser el mejor, que no siempre son sinónimos.
Y el mejor fue Michael Valgren, corredor danés que está teniendo su año (ganó también la Het Nieuwsblad y fue 4º en Flandes). En mi opinión el ciclista de 26 años se apoyó en dos muletas para ganar. Una, contar con un compañero de equipo (Fulgsang) en el grupo de cabeza formado por 8 unidades. Estando al límite de las fuerzas tener un tiro en la recámara puede ser decisivo siempre que se utilice de forma adecuada, cosa que no siempre ocurre por motivos diversos.
Y otra la sabiduría que da la derrota. Hace dos años, Valgren fue segundo en la misma carrera. Llevó en butaca hasta prácticamente la línea de meta a Enrico Gasparotto al que no le pidió un solo relevo en el kilómetro y medio final. Su misión parecía consistir en lanzar el esprint del italiano, cosa que hizo a la perfección, seguramente satisfecho por haberse garantizado un gran puesto en una gran carrera. Perdió pero aprendió que podía ganar la carrera y ha tardado solo dos años en hacerlo. Arrancó cuando las piernas queman y se llevó a Kreuziger a rueda. Siguió tirando con el cuerpo ardiendo casi hasta la meta con la amenaza, de nuevo, de un Gasparotto crecido en su carrera. Pero sabía que necesita un respiro para mitigar el fuego y no volver a quemarse. Una bocanada de aire sería suficiente, por lo menos para alzar la mirada, calcular la distancia y vengarse de un destino que hasta ahora le ha obligado a trabajos menores. Fue la culminación de una actuación ejecutada con precisión milimétrica.
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