Nada más presentarse el Giro de Italia, poco se ha tardado en poner sobre la mesa un debate tan antiguo como interesante sobre los recorridos de las grandes vueltas, sobre todo porque poco antes se había conocido el itinerario del Tour de Francia y las diferencias entre ambas son manifiestas. El Tour de Francia ha apostado por un recorrido corto en kilómetros, casi sin distancia contra el crono y con una dureza sin excesos. Es una propuesta novedosa, valiente, con una rotura total con el pasado y una apuesta clara por el futuro buscando un ciclismo más ofensivo que ofrezca espectáculo más por los ataques, que por los desfallecimientos provocados por el desgaste. En cambio, el Giro de Italia no se ha dejado cortejar por la tendencia de las otras dos grandes vueltas y, como en todo, los italianos han mostrado su personalidad sin complejos diseñando una competición clásica con tres cronos y cinco finales en alto con casi toda la dureza concentrada en la última semana con etapas que pueden llegar a asustar al personal, verbo que se escuchó en la presentación de la carrera cuando los ciclistas se enteraron que en una misma jornada deberían superar el Agnello, el Izoard, Montgenevre y Sestriere superando en tres etapas más de 5.000 metros de desnivel acumulado (ninguna del Tour de Francia llega a tanto) con más de 200 kilómetros en diez etapas (en el Tour de Francia solo hay una).
La mayoría de los aficionados o analistas clásicos que he leído o escuchado ha criticado con severidad la escasez del kilometraje de las etapas del Tour de Francia y prácticamente la supresión de una especialidad tan exigente como la crono. Por contra, han alabado sin límites la oferta que ha hecho el Giro de Italia para ofrecer un ciclismo verdadero donde los ciclistas luchen hasta la extenuación.
Los datos son objetivos y están ahí, y nadie puede negar que son dos propuestas antagónicas, pero la pregunta es, ¿para que sirve un recorrido?, ¿cual debería ser su objetivo final?, o ¿cómo se consigue un ciclismo vistoso que atraiga no sólo a los seguidores irracionales como nosotros, capaces de tragarnos todo lo que se dispute sobre una bicicleta, sino a un público más amplío? Personalmente creo que debería servir para presentar al mejor corredor, y al más completo, intentando priorizar una lucha que contenga la disputa individual basada en la capacidad física y el juego de equipo apoyada en estrategias ofensivas.
No es fácil dar con la tecla adecuada, es más, es imposible porque hay un montón de factores que pueden alterar el resultado en un mismo recorrido. Pero hay hechos que demuestran realidades indiscutibles y que echan por tierra leyendas urbanas que por muy asentadas que estén poco tienen que ver con la situación actual. Por ejemplo, no es cierto que más sea mejor en lo que se refiere a la dureza y el kilometraje. Ni se consigue más espectáculo, ni más diferencias, características ambas que se relacionan con el buen ciclismo. He aquí unos cuantos ejemplos de los recientes Giros de Italia y Tour de Francia.
Las mayores diferencias del Giro de Italia 2019 se dieron en la etapa más corta de montaña, la de Courmayeur que no contó con más de 131 kilómetros en los que Carapaz aventajó en casi dos minutos a los otros dos inquilinos del podium final.
Todos convendremos que la etapa más espectacular del Giro de Italia 2018 fue la del final en Bardonecchia verdad?, aquella en la que Froome hizo una cabalgata antológica en solitario de 70 kilómetros, pues no fue precisamente la más larga. Tuvo 184 kilómetros. La del sía siguiente, en cambio, con final en Cervinia, tuvo 214 kilómetros y tres colosos de primera categoría, pero los tres primeros de la clasificación general llegaron a meta con una diferencia insignificante: 6 segundos. O la del Gran Sasso de Italia tuvo 225 kilómetros, y los perseguidores de Simon Yates (Pinot, Pozzovivo, Carapaz, Dumoulin, López…) llegaron a solo 12 segundos. En cambio en la etapa del Etna, con tan solo un puerto y 164 kilómetros, o en Osimo y en Sappada, en dos etapas que no llegaron a los 160-180 kilómetros y sin un puerto de primera categoría, las diferencias fueron mucho mayores.
Todo el mundo recordará aquel nefasto episodio que tuvo Tom Dumoulin en la etapa de montaña más larga (222 kilómetros) del Giro de Italia 2017 cuando camino del último puerto, el Umbrailpass, que conducía a la meta de Bormio, donde ganó Nibali, se tuvo que parar para aligerar el apretón que sentía en sus entrañas. En aquella etapa habían subido el Mortirolo y el Stelvio, pero en la meta no hubo más que doce segundos de diferencia entre los dos mejores favoritos (Nibali-Quintana) y al poco llegaron otros como Pozzovivo o Zakarin. En cambio en Blockhaus las diferencias fueron mucho mayores con tan solo 152 kilómetros y un solo puerto de primera categoría.
Si nos remontamos un año más, la etapa con mayor diferencia entre los favoritos del Giro de 2016, fue la de Andalo. Valverde, el ganador de la etapa, y Kruijswijk, el líder, aventajaron en un minuto y 47 segundos a Nibali. La etapa solo tuvo 132 kilómetros, eso sí, disputadas a muerte desde el inicio. Y a los cuatro días, Nibali tampoco necesitó 200 kilómetros para desbancar a Chaves del primer puesto y llevarse su segundo Giro. Lo hizo en tan solo 134 kilómetros.
Trasladándonos al Tour de Francia las cosas son similares. Este año la etapa en la que Egan Bernal decidió la carrera solo tuvo 88 kilómetros y medio (se redujo por los desprendimientos). En 2018 la etapa con mayores ventajas entre los tres primeros de la general fue la de Saint Lary Soulan, que solo tuvo 65 kilómetros. En cambio la etapa más larga de montaña del Tour de 2017 finalizó con un esprint entre 9 corredores en las durísimas rampas del Peyragudes, habiendo subiendo anteriormente Mente, Bales y Peyresourde. Los nueve llegaron en 27 segundos.
En 2016 la etapa con mayores distancias entre los mejores clasificados fue la de Saint Gervais Mont Blanc y no tuvo más que 146 kilómetros, y otro tanto en 2015 y 2014 donde las diferencias más significativas se dieron en sendas etapas de 110 y 145 kilómetros, en Alpe d’Huez y Hautacam respectivamente. Y así podríamos seguir años atrás hasta encontrarnos con joyas como la de Sestriere de Chiapucci en 1992 (254 kilómetros, más de minuto y medio al segundo, casi ocho al décimo) o la de Cuneo-Pinerolo de Coppi en 1949 (254 kilómetros) con Bartali, segundo, a casi 12 minutos, el resto casi a 20. Evidentemente hay más, pero, reconozcámoslo, son raras excepciones que con el potencial que tienen los equipos actuales serían imposibles hoy en día. En el ciclismo actual las diferencias no se dan tanto por la resistencia, si no por la intensidad en distancias más cortas. De nada sirve asustar al ciclista con exageraciones, el miedo es el peor enemigo al que se puede enfrentar uno, mucho más nocivo que el puerto más duro.
Ahora bien, tampoco se trata de reducir todo a la mínima expresión y buscar puertos imposibles con rampas para subir a gatas, todo exceso empalaga. Yo soy partidario de mantener las distancias largas en pruebas de un día, donde el miedo a ejercer una actitud ofensiva no es tan grande como en una vuelta de tres semanas, y las consecuencias tampoco tan nefastas. Y también entiendo que no todas las carreras se tienen que uniformizar de una forma determinada, no es malo que cada cual guarde una filosofía, una estructura y un diseño particular, porque eso hará el espectáculo más diverso, pero me decanto por pensar que como el buen perfume el ciclismo que se ofrece en frasco pequeño es mejor que el que se entrega a granel.
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