Sin pretender hacer ninguna frívola comparación con otro tipo de sufrimientos sin duda mucho más extremos padecidos por el ser humano a lo largo de la historia y que aún hoy padecen muchos millones de personas, el Campeonato del Mundo Elite masculino de Yorkshire puso a los ciclistas frente a la pregunta del sentido a tanto sufrimiento, una especie de vacío existencial encima de una bicicleta. Y es que cuando el sufrimiento se hace omnipresente es imprescindible encontrar una respuesta a esa pregunta, cualquiera que sea, pero sin un sentido es imposible padecer semejante tortura física y mental durante tanto tiempo bajo esas condiciones meteorológicas. La lluvia, con una temperatura de 11-12 grados, durante 6 horas te arrebata todo, no solo el calor corporal y la fuerza física, también el ánimo para seguir pedaleando con la incesante pregunta perturbadora de por qué someterse a tanto dolor. Solo aquellos que tienen una respuesta aguantan y sobreviven, el resto claudican.
La mayoría no lo tuvo. De los 197 que iniciaron la carrera solo 46 llegaron a meta, entre los que se bajaron hubo muchos ilustres. El campeón saliente no pudo aguantar el frio. Valverde no tiene grasa que ofrecer a esas temperaturas, solo piel para cubrir sus huesos y unos músculos reducidos por tanto esfuerzo. Pero al campeón murciano nada se le puede reprochar, se ha ganado el derecho a hacer lo que quiera y su sola presencia ya es un homenaje que cualquier buen aficionado debería disfrutar. Un corredor tan bravo como Alexey Lutsenko, también en la lista de favoritos por haber ganado dos clásicas italianas la semana previa al campeonato, abandonó faltando casi 60 kilómetros. Algo insólito tratándose de un ciclista tan duro.
Philippe Gilbert, caído a 124 kilómetros de la meta, enseguida se dio cuenta que no tenía ningún sentido pretender enlazar con el pelotón en aquellas condiciones, y menos habiendo sido la selección belga tan torpe de estar tirando en cabeza cuando él y Remco Evenepoel intentaban dar alcance al gran grupo. Pese a la lluvia sus lágrimas de impotencia fueron muy visibles. No había consuelo posible para Gilbert.
Ante esas condiciones tan extremas, hace falta una convicción muy fuerte para seguir. Mathieu Van der Poel la tenía y, tan bestial y osado como siempre, entró en juego cuando quedaban 35 kilómetros. Su ataque tuvo tanta fortaleza que otros favoritos como Alaphilippe, Peter Sagan o Greg Van Avermaet miraron, asustados, para otro lado. Solo Matteo Trentin, convertido en su sombra desde el Tour de Gran Bretaña, pudo seguirlo. Todo indicaba que una vez más Van der Poel escribiría el guión de una carrera grandiosa. En cabeza se unieron cinco percherones de lujo: Mads Pedersen, Kung, Moscon, Van der Poel y Trentin. En carreras como esa la musculatura no solo da fuerza, también hace de escudo ante el frío (los ocho primeros de la clasificación tienen un peso superior a los 70 kilos). Los relevos más fuertes pertenecían al holandés, pero todos relevaban porque estaban en juego las medallas y porque con el cuerpo congelado y las emociones adormecidas, el ciclista se convierte en un zombi capaz solo de ejecutar un ejercicio repetido millones de veces. Un autómata. Apenas existe lucidez para pensar, ni bien, ni mal.
Uno se acostumbra al sufrimiento y piensa que lo podrá mantener siempre, que no existe situación peor que esa, pero la hay: es la incapacidad para sufrir, es cuando todo está perdido. Mathieu Van der Poel lo descubrió el domingo. De repente, se quedó vacío. Totalmente vacío. El cuerpo acostumbra a dar avisos de debilidad para tomar las medidas oportunas, pero el joven holandés no las percibió o no las interpretó correctamente, tal es el ímpetu con el que pedalea siempre. Cuando se encendieron las alarmas, era tarde. No había remedio. Ahora ya tiene sensaciones que compartir con Peter Sagan, a quién, también de forma sorprendente, le ocurrió lo mismo en dos ocasiones en la Strade Bianche (en 2014 con Kwiatkowski y en 2016 con Cancellara y Stybar) y en una etapa de 230 kilómetros de la Tirreno Adriático de 2013 que ganó Purito Rodríguez en Chieti.
Con su verdugo fuera de juego, Matteo Trentin ya se veía Campeón del Mundo, y seguramente así lo admitirían Mads Pedersen y Stefan Kung, porque en esas circunstancias, embotado, sin sentir nunca la sensación de ligereza que otorga un músculo sudado y fresco, te guías por los prejuicios, jamás pretendes desafiar a tanto cansancio porque es probable que escojas el camino equivocado. A veces es mejor dejar la elección al destino. Se acepta el resultado con resignación, sin energía para quejarse y solo existe el deseo de poner fin cuanto antes a tanto sufrimiento, por eso corren tan rápido, no por ganar, si no por no alargar más esa horrible sensación de malestar. Pero Mads Pedersen corrió tanto que, de forma inesperada, ganó un Campeonato del Mundo, el sentido al vacío existencial que padeció durante las seis horas y media que duró una carrera brutal.
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