Aún en edad de jugar (24 años) Mathieu Van der Poel es pura fantasía encima de la bicicleta, un niño travieso que con sus pantalones cortos ha irrumpido de repente en una fiesta de señores mayores vestidos todos de impecable etiqueta. Ajeno de lo que discuten, Mathieu corre, brinca, cae, se levanta y sonríe, en definitiva se divierte con lo que hace. El holandés está aportando toques de poesía ante el ensayo científico que se ha convertido el ciclismo en los últimos años. El holandés es un exceso de ingenio y creatividad que corre guiado por la ley de sus propios impulsos sin otra regla que la improvisación, fiándose de su intuición, a ratos con desorden, con violencia en ocasiones, y alejado siempre de la cautela que ordenan los directores más conservadores. Mathieu es la realidad que más se acerca a la utopía. Una exageración en todos los sentidos.
Dominador absoluto de la temporada de cyclo-cross (ha ganado 32 de las 34 carreras que ha disputado), el hijo de Adrie Van der Poel y nieto de Poulidor, ha puesto en evidencia muchas de las leyes del ciclismo en solo una semana que ha disputado sus tres primeras carreras del World Tour (Gante-Wevelgen 4º, A Través de Flandes 1º y Tour de Flandes 4º). Ante esos resultados, el rendimiento exhibido y sobre todo gracias al desparpajo de sus acciones, los aficionados se han dado cuenta que existe otra dimensión más allá de lo que nos hemos acostumbrado. Se ha comprobado que en el ciclismo metódico y calculador impuesto por el sistema, aún hay espacio para la aventura y el riesgo, y que además resulta mucho más excitante y no tiene por que ser una apuesta perdedora. Hasta ahora a ningún favorito se le ocurriría comenzar a atacar en solitario a falta de 40, 50 o 70 kilómetros como lo hizo Mathieu en el G.P. de Denain o en la carrera A Través de Flandes. Lo primero que hacen todos es poner a tirar a sus equipos y reducir su protagonismo a unos pocos kilómetros. Mathieu no puede permitirse ese lujo porque sencillamente no tiene equipo y ha demostrado que tampoco es un factor decisivo como se pregona en demasiadas ocasiones. Lejos de lamentarse por ello se inventa sus propias alternativas que normalmente pasan por el ataque.
Cualquiera que en el Tour de Flandes se hubiera dado el trompazo que ayer se dio el holandés hubiera echado la toalla o incluso hubiera tenido el pretexto perfecto para retirarse de la contienda porque pocos podrían imaginar que, lanzada la carrera, podría recuperar el tiempo perdido, más de un minuto. Van der Poel no sólo enlazó con el grupo de cabeza tras casi 20 kilómetros de persecución en solitario, si no que en un alarde de recuperación y de fuerzas, se permitió el lujo de coronar el Patenberg, el último repecho de la carrera, por delante de todos los favoritos y solo por detrás de Alberto Bettiol que se había marchado poco antes de forma fulgurante a por la victoria, la primera en el campo profesional, algo también realmente llamativo.
Ante el alucinante rendimiento de Van der Poel y la sensación que está causando, todo el mundo ha comenzado a compararlo con su padre, Adrie, y su abuelo, Raymond Poulidor. Tratándose de un prodigio ningún pronóstico sería desmesurado, pero de momento Mathieu está aportando mucho más que unos resultados deslumbrantes, la evidencia de que el ciclismo nunca debería dejar de ser un juego, y si es de niños como él mejor.
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