La París-Roubaix no es un solo infierno, cada corredor padece el suyo propio. Los motivos son lógicamente diferentes, así como la duración, la intensidad y las consecuencias, pero nadie escapa al castigo de la carrera más querida y odiada al mismo tiempo. Y menos cuando la meteorología también quiere obtener su parte de protagonismo. En esas ocasiones el Infierno del Norte se convierte en el mejor vehículo para transportarnos a tiempos pasados, para imaginarnos, en blanco y negro, a aquellos pioneros que con más afán aventurero que otra cosa, se lanzaban a lo desconocido por esas tramos adoquinados capaces de desmontar todo tipo de artilugios que transitan sobre ellos. El ciclismo se convierte, más que nunca, en un ejercicio de supervivencia.
El infierno de Wout Van Aert, uno de los principales favoritos, comenzó cuando se apoderó de él un miedo irracional que le obligaba a tomar unas precauciones excesivas que no permite el pavés. Si pierdes un metro en el adoquinado, estás obligado a acelerar el goteo de desgaste que supone recuperar esos huecos. Si el ejercicio se repite una y otra vez, estás perdido por mucho Van Aert que seas. El traqueteo continuo te vacía de tal forma los depósitos de energía, que al final de conviertes en un simple autómata que pedalea por pura inercia. El superhombre se redujo a eso.
El abismo del Deceuninck-Quick-Step, que contaba con más armamento que nadie para diferentes estrategias, y un conocimiento sobre el comportamiento a desarrollar que nadie puede imitar, se dio cuando en pocos kilómetros, los más decisivos, perdió, de repente, a Stybar, Asgreen y Senechal, dejando en el grupo de los favoritos solo a Yves Lampaert, un ciclista que se crece en esta carrera. Acostumbrado a desempeñar trabajos de bombero en la mayoría de las carreras, el liderazgo compartido que le otorga Patrick Lefevere en la Roubaix, siempre tiene una respuesta positiva por parte del humilde ciclista. Ya es la tercera vez que se clasifica en el Top-10, con puesto en el podium como su mayor logro. De todas formas el quinto puesto obtenido en esta ocasión es un resultado muy discreto para el equipo de Lefevere que ostenta el insólito récord de haber logrado cuatro podiums completos (1996, 1998, 1999 y 2001) y, al menos, un puesto en el podium desde el 2012.
El infierno de Mathieu Van der Poel se profundizó, sobre todo, en el pavés de Mons en Pevele, uno de los más difíciles y decisivos. Hasta ese momento, casi desde el Arenberg, había corrido como acostumbra, hecho unos zorros, como si no tuviera rivales ni límites, a una velocidad de vértigo, ensimismado en su propio esfuerzo, invitando a todos a ser partícipes de su gran espectáculo pero, a la vez, sin pedir nada a cambio. Hasta ese momento su vertiginoso esfuerzo le estaba acercando a la cabeza, pero en Mons en Pevele (pavés de cinco estrellas), sus piernas se agarrotaron, su pedaleo perdió efectividad y la diferencia de Gianni Moscon, el gran italiano que caminaba en cabeza subió de forma inesperada y alarmante para sus perseguidores, que no alcanzaban a ver el grandioso rodar del corredor del Ineos. Pero Moscon también tuvo sus percances. Pinchó la rueda trasera, cambió de bicicleta pero no soluciono nada. Seguramente por tener más presión que la que debía en las ruedas, su bicicleta no rodaba, patinaba en cada tramo de adoquinado hasta tal punto que se cayó perdiendo todas las opciones, que de otra forma seguramente hubieran supuesto una victoria casi segura.
El infortunio de otros muchos tuvo tintes similares, caídas, pinchazos, averías, roturas y todo tipo de adversidades que siempre están presentes en esa carrera. Sin embargo, todos quieren estar, para muchos el infierno consiste en no poder participar en ella.
De todos modos, el Infierno del Norte es a la vez una carrera agradecida con todos aquellos corredores, grandes o más modestos, que la desafían entregando su cuerpo y el alma a la carrera. Es seguramente la única competición que permite un resultado similar con estrategias completamente distintas. Florian Vermeersch, el joven corredor de 22 años que se clasificó en una brillantísima segunda posición, se involucró en la primera escapada grande; Van Der Poel activó todo su poderío a falta de unos 70 kilómetros para la meta; y Colbrelli, el ganador, se decidió por desarrollar su estrategia de siempre: aprovecharse, en parte, del trabajo laborioso de otros, sufrir en la misma medida que lo hacían los mineros de la zona, y rematar el trabajo para lograr algo que seguramente ni soñaba.
Además, la París-Roubaix es también, casi la única carrera que otorga la posibilidad a corredores modestos (Tom Van Asbroeck o Guillaume Boivin), casi neófitos (Florian Vermeerch), trabajadores reconocidos (Moscon, Lampaert, Haussler), veteranos (Haussler), o a los más grandes corredores como Van der Poel, o Wout Van Aert entremezclarse de forma armoniosa en los puestos destacados, que como siempre ocupan con toda justicia los mejores de esa carrera emblemática y sin igual.
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