Si en el pelotón hubiera más corredores con la actitud y disposición de Primoz Roglic, es ciclismo podría ser diferente. Se podría disfrutar prácticamente de toda la temporada con los mejores ciclistas disputando cada carrera, el sueño de todos los aficionados y algo que era costumbre hasta la llegada de la especialización, modelo que estableció Greg Lemond tras su accidente de caza a finales de los ochenta y que se desarrolló a partir de los 90, donde la mayoría de líderes se convirtieron prácticamente en competidores de un mes o mes y medio, que es el tiempo máximo que se puede permanecer en plenitud de condiciones. Roglic es al antídoto de ese ciclismo. Desde abril de 2018 ha finalizado 13 carreras por etapas, ha ganado nueve y su peor puesto ha sido la cuarta plaza que obtuvo en el Tour de Francia de aquel año. Huelga decir que ha encabezado todos los ranking exceptuando la suma total de victorias, que siempre caen del lado de los esprinters, Arnaud Demare este año con 14 dianas (12 ha logrado Roglic). En las dos últimas temporadas ha estado en el podium de las cuatro grandes vueltas en las que ha participado: tercero en el Giro de Italia, segundo en el Tour de Francia y dos victorias consecutivas en la Vuelta a España, logro, éste último, que le otorgan el honor de pertenecer a un selecto grupo de prestigiosos corredores como Froome, Hinault, Zulle, Berrendero, Delgado, Fuente o Deloor.
Evidentemente, Roglic no ha inventado la formula mágica para permanecer en plena forma durante todo el año. Eso, sencillamente, es imposible. Lo que ha cambiado Roglic es la forma de afrontar las carreras, que ninguna parece ser de preparación. Eso lo deja para sus deberes de casa y sus concentraciones en altitud, que según se puede comprobar le dan un resultado extraordinario. Cierto que todo es más sencillo cuando se cuenta con un caudal de energía de 84 ml/kg/min que le otorga su consumo máximo de oxigeno, pero no todo se puede atribuir exclusivamente a ese regalo de la naturaleza. En el esloveno también convergen todas las demás características imprescindibles para ser un gran campeón. Hasta ahora se sabía que era un ciclista muy metódico, disciplinado, escrupuloso hasta en los detalles más ínfimos, concentrado, calculador, optimista, ambicioso y obediente en todo aquello que le pudiera aportar algún beneficio en su rendimiento. En esta Vuelta a España que acaba de ganar por segunda vez consecutiva también ha demostrado tener una fortaleza psicológica a prueba de bombas y tener la capacidad para reponerse con rapidez de las adversidades más crueles. Lo que aconteció en el Tour de Francia pasado pudo haberle dejado hecho añicos y requerir de una terapia prolongada para sobrellevar lo que aún parece una mala pesadilla. Él parece haberlo superado a base de victorias: primero la Lieja y después, cuatro etapas en la Vuelta y la general.
Su primer examen psicológico lo salvó en la crono de Ezáro, que lo solventó con notable, porque sus diferencias tampoco fueron extraordinarias, prueba inequívoca de no encontrarse al ciento por ciento de su máximo rendimiento. Pero logró lo necesario y lo urgente: el liderato y ahuyentar los fantasmas del pasado. De todas formas, donde más ha tenido que sufrir ha sido en los puertos, en el Angliru y, sobretodo, en la Covatilla. Una vez más todos los problemas que parecían descartados han hecho su aparición en la última semana, nada extraño, por otro lado, con la temporada que lleva.
Hugh Carthy, la gran sorpresa de la Vuelta, provocó una grieta en el Angliru que Carapaz quiso quebrar por completo en la Covatilla, la última oportunidad. Con Carapaz uno nunca puede estar tranquilo como muy bien sabe el propio Roglic desde el Giro del año pasado. Y esta vez, el ecuatoriano del Grenadier estaba dispuesto a sumar el aspecto psicológico a su arsenal físico. Si lograba sembrar dudas en Roglic, los fantasmas del pasado harían el resto. Logrando una diferencia considerable sobre el líder, éste podía sufrir el mismo cruce de cables que en el Tour y bloquearse por completo. No sería la primera vez que un corredor responde de forma similar ante un situación semejante. Pero Roglic había aprendido la lección. No respondió al ataque seco y demoledor del combativo ecuatoriano que rodó endiablado el tramo hasta la meta. Intentarlo hubiera sido colocarse la soga al cuello. En su lugar acertó yendo a su ritmo y aprovechando todas las ruedas que veía por delante, sobre todo las del Movistar, que seguramente corría más para saldar cuentas del pasado con Carapaz que para apresar con Mas el cuarto puesto de Dan Martin, algo imposible en aquellas circunstancias. Creo sinceramente que Roglic hubiera ganado de igual forma, porque en esa situación no hay rueda ni compañero que te permita ir tres kilómetros por hora más rápido, diferencia, más o menos, que marcó Carapaz. En mi opinión lo único que logró Roglic fue recuperar algo de aliento para ganar tres segundos en los 500 metros finales.
Sea como fuere, en desenlace final de la Vuelta fue un espectáculo exquisito tanto por el persistente ataque propuesto por uno, como por la defensa inteligente y tenaz del otro. Fue otro obsequio para los aficionados que al igual que en el Tour y en el Giro vivieron con expectación el desenlace final de la carrera. Acto seguido, y al igual que hizo en el Tour de Francia con Pogacar, Roglic saludó y felicitó a Carapaz por su gran trabajo, un gesto que le honra y le encumbran como deportista y como persona.
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