No digan ciclismo, digan Mathieu Van der Poel, o Pogacar o Wout Van Aert, porque lo que están creando estos jóvenes ciclistas revolucionarios nada tiene que ver con lo que hemos venido llamando ciclismo durante los últimos años, un deporte excesivamente controlado donde casi todo respondía a un plan preestablecido que ejecutaban con perfección robotizada ciclistas guiados desde un coche telemétricamente por directores que imitaban lo aprendido durante muchos años, algo, a menudo soporífero, que solo hacia levantarnos del sofá en los dos últimos kilómetros, la distancia en la que se decidían prácticamente todas la vueltas, sobre todo las grandes. Un ciclismo que se estableció en los 90 donde solo existió una estrategia, control y remate, una apuesta segura si se cuenta con los corredores apropiados para ello, pero algo insufrible para la gran masa que relacionó directamente el ciclismo con la siesta. Pero no culpo a nadie por ello, los campeones de aquella época crearon una realidad a su semejanza, poco imaginativa y muy obediente, donde muchos corredores fueron aplacados por contratos ricos en dinero y pobres en expectativas. Corredores que un día soñaron con ser campeones, y quizás lo pudieron haber sido, se convirtieron en siervos obedientes y así se perdieron generaciones completas hasta que, de repente, sin esperarlo, como ocurren las mejores cosas, todo ha sido asaltado por una generación que seguramente si plantearlo están haciendo una revolución total que está disfrutando como nunca un aficionado que asiste incrédulo y boquiabierto al espectáculo que le están ofreciendo.
Cada día presentan algo inaudito: puede ser un ataque a 80 o 60 kilómetros como acostumbra Van der Poel; pueden ser demarrajes imposibles también marca de la misma casa, o un corredor camaleónico como Wout Van Aert que de la noche a la mañana se convierte de esprinter a escalador, pasando por contrarejojista, y todo al máximo nivel. O un corredor con una carrocería nefasta, estilo encorvado a la antigua usanza, como Pogacar, pero con un motor sin límite de fuerza que defiende lideratos por sí mismo sin echar mano de un equipo que no le hace falta. Todos ellos ofrecen exhibiciones que aún pareciendo insuperables, elevan el listón al día siguiente. Han llevado al ciclismo a una dimensión diferente, tan mejorada que parece algo nuevo. Un ciclismo personalizado en los grandes campeones, no en los equipos superpotentes, que poco pueden hacer ante tanta insolencia. Un ciclismo que hacia mucho tiempo que reclamaban los aficionados, aburridos ante tanto control por los guiones prestablecidos.
Ahora se impone la improvisación, sin un director concreto y que se alimenta por una hornada de jóvenes que no aún no tienen que responder por un pasado, tan jóvenes todos que solo tienen presente y, a todas luces, una gran futuro que están creando en ellos mismos, a su manera, con personalidad, sin nadie que les imponga las rígidas pautas del pasado, y dibujando su propio camino, que es infinitamente mejor que el que hemos vivido durante las últimas décadas. Es un ciclismo sin complejos, sin miramiento al que dirán, sin miedo a perder y con todo que ganar. Un ciclismo reflejo de la juventud actual, excesivamente criticada a menudo, pero a la vez muy creativa.
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