No quiero ser pesimista, pero será difícil que en futuras carreras, muchas y muy buenas, se pueda disfrutar de un espectáculo semejante al de la Strade Bianche del pasado fin de semana, seguramente la edición más espectacular de las pocas que se han disputado. No me refiero exclusivamente a la exhibición que una vez más ofreció Mathieu Van der Poel, que ésta vez añadió una característica más, desconocida en él, a su inagotable repertorio. Por una vez se mantuvo tranquilo, algo frío incluso, cuando la contienda se puso sería, a unos cincuenta kilómetros para la meta. No fue él quien llevo la batuta del concierto, se mantuvo al margen, analizando la situación desde un palco privilegiado esperando el momento oportuno para subir al escenario y protagonizar el papel de actor principal en una obra escrita especialmente para él. En dos actos, una en el sterrato y otra en el repecho final, sentenció con una autoridad insultante una carrera que estaba siendo grandiosa desde todo punto de vista.
Destacaría sobre todo el elenco de corredores que sobresalieron tras el exigente ritmo que puso Wout Van Aert, quizás excesivamente voluntarioso y ansioso en su debut en la temporada. En el duro tramo de Santa María, el octavo sterrato de las once que tenía la prueba, quedaron ocho corredores en cabeza como una representación exquisita de lo que presenta actualmente el pelotón. Por un momento, pensé que se retrocedió a los años 70 y principios de los 80, antes de la especialización de los corredores, cuando muchas carreras se disputaban por igual por aquellos que destacaban en pruebas de un día y otros que sobresalían, más bien, en las grandes vueltas. No faltaba nadie que no lo mereciera.
Estaban presentes los tres corredores más versátiles en pruebas de un día: Mathieu Van der Poel, Julian Alaphilippe, y Wout Van Aert. Los dos últimos ganadores del Tour de Francia, algo inaudito en ese tipo de carreras: Tadej Pogacar y Egan Bernal. Dos corredores jovencísimos que veremos en muchas ocasiones en similares circunstancias: Tom Pidcock (21 años) y Quinn Simmons (19 años), un corredor estadounidense tan conocido por haber sido Campeón del Mundo Junior hace dos años y haber pasado inmediatamente al World Tour, como por haber sido castigado por su equipo por un incidente de sesgo racista que tuvo el pasado octubre. Simmons no tuvo el protagonismo que seguramente mereció debido primero a un pinchazo y poco más tarde, tras haber empalmado con mucho mérito en el grupo perseguidor, una caída. Hay dos cosas que no se pueden discutir sobre él; un potencial físico enorme, y una personalidad inquebrantable que llama la atención a su edad. Ahí hay madera de gran corredor.
Y para que no faltara nada, también había un corredor que respondía a la, en cierta medida, sorpresa que tanto gusta en general a la afición: Michael Gogl, un corredor austríaco de 27 años que lo más llamativo que ha hecho en su carrera ha sido un octavo puesto en la Amstel de 2017 y el noveno del año pasado en la Strade Bianche.
Era el equipo ideal que sueña todo director, una utopía hecha realidad en una carrera única que a excepción de la tradición reúne todas las características para ser considerada como el sexto monumento del ciclismo, título que extraoficialmente ya cuenta entre los aficionados y los propios ciclistas.
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